Felire. 1996. 24p.
Dos columnas distinguían a la Iglesia cristiana primitiva de cualquier otro sistema religioso. La primera concernía al fundamental problema de la autoridad. En dicha Iglesia sólo existía una autoridad final: la Biblia, la Sagrada Escritura. Esto se desprende claramente de la enseñanza de Jesús, de Pablo y de la totalidad del Nuevo Testamento. Entre los lectores del presente tratado, muchos creerán que la Iglesia primitiva estaba en lo cierto sustentando este concepto de la Escritura; pero incluso quien no lo comparta debería comprender que tal fue su concepto para así entender intelectualmente a la misma.
Los primeros cristianos creían que la Sagrada Escritura les daba una autoridad externa al ámbito del relativista, mutable, limitado pensamiento humano. Así, con esta visión de la Palabra tenían lo que consideraban una autoridad no humanista.
Una vez se enseña la exigencia por parte de Dios de perfección total, se mantiene la existencia de un universo moral; y al enseñar la obra perfecta del Salvador, se sigue que no necesariamente se condenan todos los hombres. Así, cualquier elemento humanista y egoísta es destruido. Incluso si el cristianismo no fuese verdad, y nosotros creemos que sí, ésta sería una respuesta titánica; jamás ningún otro sistema —ya religioso, ya filosófico— ha dado respuesta semejante.
Así pues, las dos columnas distintivas de la primitiva Iglesia eran un combinado y completo golpe para el humanismo. La autoridad quedaba fuera de la mudable jurisdicción humana, y así el acceso personal de cada individuo al Dios enteramente santo se basaba, no en los relativos actos morales o religiosos del hombre, sino en la absoluta y definitiva obra (y por ser Él Dios, infinita) de Jesucristo. Todo esto hacía que el hombre fuera arrancado del centro del universo donde había intentado situarse a sí mismo cuando se rebeló contra Dios en la histórica caída en el Edén, y destruía al humanismo atacándolo en el mismísimo corazón.
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